Donde se encuentra lo eterno

El rencor delineaba nuestras arrugas. Voces en silencio surcaban nuestro cuerpo. El sonido de la caridad y el repiqueteo incesante del protagonismo perturbaban las horas. Así me encontraba: cavernosa, hundida a más de setecientos metros de profundidad entre paredes de tierra que esconden cobre y contienen a treinta y tres ojos que arden desde hace más de sesenta días en mi cuerpo.

El olor a mujer los aturdía.


Una casa de tierra habitada por siluetas de abusos, injusticias y explotación me invitó a pasar. Nuestras sombras, improvisadas por necesidad, aceptaron gustosas la oferta. Me cautivó la sinceridad y el peligro de esa naturaleza viva. Un reino submarino a donde no concurre el dolor ni la memoria.

Caí en su trampa.

Las minas no aceptan mujeres y la naturaleza cataloga al hombre como el único ser extraño que la habita. Pese a ello, la tierra me comió. Nos tragó. Ya, en sus entrañas, me fundí a esos hombres entrenados para habitar el encierro; esos hombres con branquias acostumbradas a extraer oxígeno de la tierra en lugar de aire.

Nos unió el espanto y una gran sonrisa que balbuceaba a nuestros oídos alucinados por la presión y el desamparo: “Tranquilos, la muerte tiene otros secretos”. Esa mueca tirana se reía de nosotros. Tratamos de eludirla, pero está presente en cada encierro. Tapiza nuestro suelo terrestre y grazna un pánico sordo y brillante. La madre tierra tiene una expresión poderosa. Es dueña absoluta del menguado y áspero refugio que utilizamos para escondernos –salvarnos- de quién o qué vaya uno a saber.

No sólo la audición modificó su esencia, la desnutrición sensorial afectó a la mayoría de los sentidos. Fui la primera en percibir esa insuficiencia; una de las más afectadas. Después seguirían Florencio, Osman, Frank, Darío y Víctor. Para nosotros siempre era de mañana pero no de día.

Florencio, y quien escribe, fuimos los primeros en aclimatar el olfato a ese polvillo espeso y abundante, casi imperceptible, que emulaba una gran cortina de humo cayendo del cielo de tierra. Después, fueron los ojos los que se acostumbraron al nuevo mundo que podían ver; le siguió el gusto y, por último, el tacto.

El tacto: nuestro gran aliado. Dependíamos de él. A esas profundidades los ojos te traicionan y lo más sincero que tiene el cuerpo son las manos. A esas profundidades, se desnudan los cuerpos y lo único que se enmascara son los sentimientos.

Treinta y tres hombres explicitaban su figura carnal abrasada de violencia, sudor y deseo. Se confundía el olor a humedad de la tierra con la irreprimible exhalación a sexo. Sin embargo, por un tiempo, vivimos en una sexualidad civilizada. Aunque creo que nadie pudo desligarse de su consciencia erótica, subsistíamos en noches y días de bostezos.

Cansada de huir de mi misma hacia la nada, comencé a experimentar mis secretos. Todos esos ojos y esa cercanía deforme me confundieron; especialmente Florencio, que tenía un modo de mirar tan salvaje que me hacía sentir como un espléndido animal; un ejemplar soberbio que renace en este inframundo polvoriento.

El reposo fue comiendo a cada uno de los hombres, excepto a él.


Quién sabe en qué momento, en aquel refugio atemporal, Florencio se sentó a mi lado. El casco linterna y unos pantalones acompañaban su humanidad. Transpiraba. Sus pequeños bigotes, que imitaban a los de Cantinflas, temblaban.

Mi mano repasó su cara -como les conté, a grandes profundidades los ojos son infieles- y sentí como un amor liviano bajaba en un espiral descendente a mi sexo. Su erección era escandalosa. Me gustaba mirarla y él lo sabía.

Nos unimos en silencio. Su boca ardida tocó mis labios. Su respiración inflamada olía a tierra. Me abandoné al delirio de mi cuerpo sin importar la proximidad de miradas.

Me besó entre las piernas. Olía a animal. 


Al levantarme me quitó la remera, quedé expuesta a sus intenciones. Acariciaba mis pechos y el relieve de la tierra en mi espalda delineaba mi lasciva naturaleza. Se desnudó. Tenía una verga gruesa y vigorosa. Sentí mi cuerpo inflamarse.

Florencio no atinó a la dulzura: separó mis piernas y nuestras carnes se unieron. Mojados, clamando obscenidades compartimos miradas tímidas que se confundían y dejaban ver su impaciencia amorosa. Desde el suelo, la luz del casco ambientaba aquel acto de placeres repetidos e intensos. La noche, el día, las horas se pasaron en delicias.

Florencio se fue. Reptó por la boca de la tierra y lo consumió la superficie.

Confundida y desnuda desperté con una luz débil que espiaba por mi ventana.

Alguien lo tenía que decir

Los hombres que usan cinturones con grandes hebillas esconden un micropene