Pajota Colectiva

En el orgasmón de la semana pasada, entre las seis conversaciones que hablamos en simultáneo, la que se la bancó por novedosa fue la paja femenina en grupo.

La primera que saltó fue LaGuevara que dijo que a los diecisiete estaba con dos amigas y, lo que empezó siendo un juego de nenas calientes y pajeras provocándose para ver quién saltaba, terminó siendo un descontrol de conchas adolescentes buscando el orgasmo de la victoria.

Se triangulaba una conversación que se matenía estoica entre LaConeja, LaFlaca y LaCaro. Sin embargo, la historia carnosa de LaGuevara silenció definitivamente al otro parloteo.


“Tirábamos frases tales como: `Sí, yo me toco todos los días y vos’. `Dejate de joder, nena. Si te das cuenta que tenés argolla cuando vas a mear’”.

Esas dos oraciones bastaron para que nos centramos en el relato de LaGuevara, que muy entusiasmada con su recuerdo, se levanta, se acaricia la vagina y nos dice: “¿Quieren ver cómo me toco?”

En realidad fue lo que le dijo a sus amigas.

De inmediato la interrumpo con una de mis reflexiones imposibles de sosegar. Y pensar que algunos hombres están convencidos de que las mujeres no se pajean; mirá la pajota colectiva que se mandó la calentona Guevara.

A ver, ¿cuántas minas conocen que no se tocan? Yo le creo sólo a esa que asegura que si se tocó, lo hizo sólo una o dos veces. No sé porqué es a la única que considero que no miente. Quizás porque es una reprimida y no tiene pudor en evidenciarse como una histérica del sexo.

Mi pregunta no prosperó y LaGuevara continúo contando su aventura. No se puso en bolas pero fue muy explícita: Me levanté la pollera escocesa del colegio y comencé a tocarme con la bombacha.

Mis amigas no podían creerlo. Se reían nerviosas; les gustaba. Veía como sus ojos se agrandaban igual que mi clítoris. Nos desnudamos.

-¿Se sacaron todo?, preguntó LaConeja.
-No, la parte de abajo. Yo me saqué la bombacha, una se la bajó y la otra sólo la corrió. Primero nos entretuvimos mirándonos las conchas peludas que teníamos por aquella época.

-Che, ¿ustedes se la depilan toda o se dejan esa tirita que simula el bigote hitleriano?, interrumpió LaCaro.

-¡Pará nena! Ese tema lo dejamos para otro orgasmón. Dale seguí, dijo LaFlaca.

- Bueno, era una pajota interruptus porque competíamos para ver quién se la tocaba más rápido, quién se animaba a meterse los dedos o quién acababa más veces.

En eso se calla. Silencio y miradas…

Al rato salta LaGuevara agarrándose la concha y grita: “¡Qué torpes que éramos!”

(Risas)

-Vos te perfeccionaste de lo lindo, nena. Tus amiguitas quizás se sigan buscando el clítoris, le digo.

Fue inevitable que la anécdota se interrumpiera entre la risa y la mímica de LaGuevara masturbándose como lo hacía a los diecisiete. Inmediatamente otro tema quiere centrarse. Creo que era si los hombres saben cómo agarrar el clítoris con los dientes, pero a LaGuevara no se la interrumpe y antes de continuar tira: ¡Qué jodida sos, Búho! Cómo si vos fueras la experta en pajotas.

-¿Querés ver?, le tiro.

-Basta, busconas, quiero saber cómo termina la microorgía masturbatoria, dice LaCaro: ¿Acabaron?

-Yo sí. Ni les cuento el esfuerzo que hice –creo que sólo fue porque tenía diecisiete años-para contener mis surtidas emociones, porque cuando acabo pierdo la cabeza y en ese momento me hubiera tirado encima de alguna. Casi le manoteo la concha pero tuve miedo de asustarla e impresionarme.

Al unísono, LaCaro y LaFlaca atragantadas por una gran risotada: “¡Qué putita sos Guevara!”

-Demasiado. Pero déjenme seguir. Nunca supe si mis amigas acabaron o prefirieron el orgamos simulado. ¡Qué trolas que somos! ¡Qué bien fingimos!, ¡qué lo parió!

-Bueh, paremos con los elogios a nuestras simulaciones orgásmicas que los tipos también nos fingen a nosotras, aclara LaFlaca. Enseguida salto: “Si un tipo simula un orgasmo, dalo por muerto”. Como no tenía ganas de explicar una de mis teorías, tiro la piedra y preparo la mano: “Che, y si hacemos una pajota colectiva en el orgasmón?”

(Silencio)

Nos miramos. Mi concha y yo sabíamos que alguna vez iba a suceder.

Finalmente, continúa LaGuevara, acordamos -boludeces de pendejas- que esa noche no íbamos a bañarnos y que tampoco nos lavaríamos las manos para ir al colegio así, inundadas con ese olor espeso a niña ardiente que quiere ser penetrada. Desde ese día nos llamamos Zorrinas y, de vez en cuando, nos juntábamos a manosearnos un ratito.

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